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El desafío de la seguridad ciudadana frente a los nuevos miedos

La seguridad constituye una de las tareas esenciales del Estado. Imaginemos un territorio donde sus habitantes vivan en el temor constante a sufrir algún tipo de daño y en el que reine la anarquía en lugar del orden, donde todo sea confusión y fragilidad.

¿Cuál sería el primer desafío de quien quiere cambiar esa difícil realidad? Sin duda, si se quiere lograr gobernabilidad es indispensable transmitir la certeza y confianza necesarias, para que todos los habitantes crean en la posibilidad de poder volver a vivir y desarrollarse en paz.

La seguridad que brinda un Estado, por lo tanto, tiene una vertiente fundamental en el modo de comunicar esa tranquilidad a sus ciudadanos, de forma tal que los habitantes perciban que se les otorga protección, y consoliden así el vínculo entre gobernantes y gobernados.

Toda esta tarea será imposible si no se conocen, dialogan y estudian previamente, los miedos que rondan a cada comunidad. Porque la comunicación debe nutrirse de fundamentos genuinos y ajustados a las características propias de cada territorio. No basta con estudiar las causas objetivas de los conflictos en los que las acciones delictivas son sus manifestaciones más extremas. Es necesario también avanzar en una mirada más profunda sobre los modos de ser de cada pueblo, sus certezas y sus temores. Resulta fundamental conocer sus creencias y concepciones generales sobre las preguntas más fundamentales, que hacen a su propia existencia, y sobre las expectativas que lo llevarán a actuar de una u otra manera. Una política estatal que no tenga en cuenta estos factores tiene altas probabilidades de fracasar o de dejar insatisfecha a la población a la cual fue dirigida.

Esto lleva a insistir en la importancia de desarrollar el llamado aspecto subjetivo de la seguridad, como faceta esencial a la hora de encarar cualquier política pública que se quiera realizar. Solo así se llevará una mayor percepción de seguridad a la población y favorecerá la confianza y la legitimidad de las acciones que emprenda el Estado.

Resulta interesante sumar a la reflexión, las nuevas disposiciones adoptadas con motivo de la irrupción de la pandemia del Covid-19 a nivel global. Los Estados tuvieron que adoptar de manera urgente y apresurada, distintas medidas que implicaron una notable restricción de los derechos más básicos de las personas. El confinamiento en los domicilios, las prohibiciones de circulación y de ejercer la mayoría de las actividades y, en general, la clausura del espacio público se convirtieron en el núcleo de las políticas estatales para hacer frente a la enfermedad, más allá de las medidas sanitarias.

Para que las políticas tuvieran éxito, se recurrieron a dos canales principales. Por un lado, se orientó la actividad de las agencias de seguridad del Estado a controlar prioritariamente la clausura del espacio público y a reprimir con las herramientas del derecho penal a quienes desafiaran esas reglas. Por otra parte, se dispusieron mecanismos de comunicación política en los que el modo de transmitir las acciones constituyó una sutil mezcla de información estadística sanitaria, acompañada de la inyección de temores en la población, frente a los riesgos transformados en amenazas, por la cercanía de la muerte si había contagio del virus. Bajo el lema de “la defensa de la vida” se avanzó de manera inusitada sobre los modos habituales de comportamiento de las personas, alterando no solo las actividades económicas sociales y culturales, sino los hábitos cotidianos de contacto entre ellos. Hubo que encerrarse para poder experimentar que se controlaba la expansión de la enfermedad.

El transcurso del tiempo demostró que el virus de Covid-19 sigue circulando a nivel global, y que aún la ciencia médica no ha podido avanzar en el descubrimiento de una solución que logre evitar sus efectos perjudiciales sobre los seres humanos. Mientras, las distintas medidas de cuidado sanitario recomendadas por los científicos, más allá de su verificación y efectividad, alteraron el modo de vida global que se venía desarrollando hasta el presente.

Desde el punto de vista de las políticas públicas que hacen a la seguridad ciudadana, cada Estado e incluso regiones o comunidades internas de los distintos territorios, fueron levantando en mayor o menor medida, las drásticas normas que se adoptaron para frenar el avance del virus. Un breve repaso de las noticias provenientes de distintos países muestra que se están diseñando nuevas reglas para el uso del espacio público, como así también para la convivencia social. Los criterios sanitarios basados en la premisa del distanciamiento social y de un incremento de las medidas de higiene, son el sustento de estas disposiciones enfocadas en detener el avance del enigmático Covid-19.

Lo cierto es que desde el punto de vista comunicacional, se percibe un giro en el mensaje de los gobernantes, que pasaron de una postura más autoritaria, basada en mostrar la necesidad de obedecer a las autoridades para aplicar políticas públicas efectivas que contengan el avance del virus, a incentivar en la población una adopción individual y consciente de medidas de cuidados sanitarios. De un eslogan que podría resumirse en “El Estado te cuida” a “nos cuidamos entre todos”.

Así pues, luego de una etapa más parecida al modelo de Estado que proponía el filósofo Thomas Hobbes, donde los ciudadanos debemos confianza al Estado, ya que este será el único que nos pueda salvar de las amenazas del oscuro virus proveniente del extranjero, estamos caminando hacia un tiempo donde el nuevo enemigo ya convive entre nosotros y debemos entonces estar alertas y previsores. Hay nuevos miedos.

La tradicional construcción de la seguridad ciudadana se basaba en las medidas de prevención frente a los posibles peligros que venían de los malos hábitos de personas diferentes a la mayoría de la población, ahora le tenemos que sumar el temor a nuestros propios vecinos e incluso familiares. El miedo a la muerte, traducido en la posibilidad de un contagio, constituye en estos momentos uno de los factores más importantes que impide que las personas, especialmente las que viven en grandes ciudades, vuelvan a tener vínculos sociales pacíficos u armoniosos.

El prolongado confinamiento social sumó además otros miedos, como el empobrecimiento económico de las sociedades o el aumento de la marginalidad y de la delincuencia. Claramente, los miedos serán más desmesurados o más insignificantes, según la subjetividad de cada persona.

Sin lugar a dudas, las distintas violencias latentes en todas las sociedades crecerán en los nuevos tiempos que se avecinan. La vida en las grandes ciudades se vio alterada por la clausura de la mayor parte del transporte público y se puso en evidencia el cuestionamiento de la utilidad de los espacios de convivencia laboral o social para el desarrollo de una vida citadina tal como la conocíamos. Todo lleva a repensar cómo impactarán los nuevos miedos y temores individuales y sociales en la convivencia cotidiana. Las políticas públicas vinculadas a la seguridad deberán también tomar este desafío, sumando esta mirada reflexiva sobre los miedos subjetivos de la nueva sociedad que se avecina.

Será necesario agregar a los estudios estadísticos y econométricos de los efectos de la pandemia en los distintos aspectos de la vida social, las reflexiones que nos pueden proporcionar saberes como la psicología, la sociología, la filosofía y las distintas religiones. Los miedos, especialmente el más profundo de todos vinculado a la muerte, no son cuestiones que pueden ser apreciadas únicamente desde el punto de vista de la matemática o de la informática. Es preciso incentivar el cultivo de los saberes humanos tradicionales.

Solo entonces, podremos dar nuevos lineamientos para lograr el fin más básico de cualquier estado: la búsqueda de la paz, o “la tranquilidad en el orden”, como la definiera Agustín de Hipona cuando el imperio romano donde vivía, estaba desapareciendo.

Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la UCA y Fiscal Federal

Fuente: La Nación