Tres estadísticas podrían desnudar en estas horas las dificultades del Gobierno y la oposición que abordar un conflicto que siempre arde más en tiempo de elecciones. Hablamos de la inseguridad. En Rosario, cumplidos 25 días de enero, se computan ya 9 homicidios. Este ritmo podría acercarse peligrosamente al promedio de 15 crímenes por mes en el 2016. En otra ciudad turbulenta, de otra región, también con altas tasas de criminalidad, se contabilizan cuatro asesinatos en enero. Hablamos de Comodoro Rivadavia, en Chubut. Ciudad del juego y del petróleo. Con esa progresión podría superar las 23 muertes del 2016. No mencionar a Buenos Aires constituiría una omisión imperdonable. Sólo en un barrio, Sarandí, se han notificado cuatro crímenes en siete meses.
La administración de Mauricio Macri, frente a semejante perspectiva, se ocupa de acicatear dos debates. La baja de imputabilidad de la edad para menores que delinquen de 16 a 14 años. El endurecimiento, además, de controles migratorios. Como si la problemática de la inseguridad estuviera sólo circunscripta a menores y extranjeros.
La cuestión de los menores detonó por el crimen de Brian Aguinaco de 14 años, a fin del año pasado, en el barrio de Flores. Su victimario fue otro adolescente que huyó. Fue detenido en Chile por Interpol y después de varios días de detención aquí resultó liberado por un juez. Tiene 15 años y es para la ley argentina –nacida en épocas de Jorge Rafael Videla—inimputable.
Macri tuvo con la tragedia de Aguinaco una reacción similar a la de Néstor Kirchner cuando en 2004 fue asesinado Axel, el hijo de Juan Carlos Blumberg. Buscó contener a la familia y prometer paliativos a través de recursos legislativos. Aquel parlamento kirchnerista permitió el endurecimiento de normas que, con los resultados de la criminalidad a la vista, parecen haber servido de poco. El Presidente le dijo a los padres de Aguinaco, a quienes recibió la semana pasada, que su condición de partido minoritario en el Congreso le impediría conseguir los objetivos que persigue. Entre ellos el descenso de la edad de imputabilidad a menores.
El macrismo recurrió a un amortiguador para no quedar desairado. El ministro de Justicia, Germán Garavano, propuso introducir aquel dilema en una discusión amplia: la creación de un régimen penal juvenil, del cual la Argentina carece.
La baja de la edad de imputabilidad no será, aún en ese caso, un obstáculo sencillo de salvar. El kirchnerismo anticipó que se opone a cualquier modificación. El Frente Renovador no posee un pensamiento homogéneo. Sergio Massa vería con buenos ojos la modificación. Pero su aliada electoral indispensable, Margarita Stolbizer, se opone. Habrá que ver que fórmula descubren para salir bien parados del debate sin que se noten demasiado esas contradicciones.
Alrededor de la edad de los menores que delinquen se edifican muchos mitos. El pensamiento progresista sostiene que las edades más bajas de imputabilidad se observan en los países con menor desarrollo. No existe tal vinculación. En la región resulta difícil aplicar aquella equivalencia. Podría repararse en Costa Rica: una nación que hace del respeto a los derechos de las personas un emblema, posee la imputabilidad de los menores en 12 años. Yendo a otros continentes se observa diversidad: Francia la fija en 13 y Holanda en 14.
La otra cuestión ligada a la inseguridad radicaría en las corrientes migratorias. Las estadísticas, en ese terreno, también poseen registros ambivalentes. Del total de detenidos en el país sólo un 6% son extranjeros. Pero hay un dato que resultó el disparador de las preocupaciones del Gobierno. Aquel porcentaje sube al 20% cuando se computan los detenidos en penitenciarías federales. Esos delitos tendrían vínculo indudable con el narcotráfico.
Esa sería la razón central por la que el Gobierno apura el decreto que intentará hacer más restrictivos los trámites migratorios. La ministro de Seguridad, Patricia Bullrich, puso en la mira a Paraguay, Perú y Bolivia. El jefe del bloque del FPV del Senado, Miguel Pichetto, alerta sobre muchos ciudadanos peruanos desembarcados en zonas de Capital y Buenos Aires.
El endurecimiento de los trámites, tal vez, constituya la parte más sencilla del problema. El nudo verdadero estaría con los que ya residen aquí. Las estadísticas indican que en las cárceles habría alrededor de 2000 ciudadanos extranjeros con condenas. De los cuales alrededor de 700 estarían en condiciones de ser deportados. Pero esos trámites se prolongan, en algunos casos, hasta ocho años. Su acortamiento promovido por el Gobierno no será de un soplido. Por dos razones. En casos, la necesidad de no violar acuerdos del MERCOSUR. En otros, la propia vigencia de la Ley de Migraciones y la lectura que de ellas realizan muchos magistrados. No los más garantistas. El artículo 64 establece que cumplida la mitad de la condena el delincuente podrá ser expulsado. Pero los jueces se oponen porque aducen que si no existe rigor en los países de origen, podrían querer retornar.
Otro grave dilema se plantea con aquellos con permiso de residencia en zonas s conflictivas. Hay una colonia de 1500 colombianos en Orán. En parte, como producto del desmembramiento de las FARC. Aquella ciudad salteña es un punto de partida de distribución de droga en el país.
Fuente: Clarín – Eduardo van der Kooy